Cumplir con mi hermano

Mi hermano había muerto lejos del amor de nuestra familia y sus restos, depositados vaya a saber en qué extraño lugar peruano esperaron algunos días en soledad el traslado definitivo a la Argentina. Quedé por esa circunstancia muy convulsionado, me pareció que habíamos contraído involuntariamente una deuda con él que algún día quizás tuviéramos que pagar. Finalmente, como acostumbro hacerlo con cosas de mi interés guardé varios recortes de los diarios de la época donde se contaban los detalles del suceso. – Un buen día, muchos años después, los releí con un motivo muy especial: estábamos con Marta organizando un viaje turístico a Perú y algo me decía que eso datos, guardados por tanto tiempo, tal vez pudieran serme útiles. La primera intención del viaje para nada tenía que ver con el recuerdo de mi hermano en Perú pero por las dudas releí lo que el periodismo escribió en esos días. Que el viaje tuviera algo que ver con lo sucedido me producía un temor inexplicable, una rara y viva inquietud, pero algo de lo que no estaba seguro en mi interior, algo indefinible, me estaba llevando a lo que finalmente sucedió.


Ya habíamos estado en Arequipa, en el lago Titicaca, en Cuzco, en Machu Pichu. Ese día estábamos visitando el centro de Lima. De pronto, parados con Marta los dos en una esquina y a punto de cruzar la calle, sorpresivamente le digo a Marta: Vamos a donde cayó el avión, algo me empuja, tengo todos los datos conmigo. Ahí nomás hicimos parar un taxi, una tortuguita Volkswagen color verde sin el asiento del copiloto, un taxi típico peruano y al conductor le explicamos lo que queríamos. Éste, muy parlanchín, no sólo aceptó llevarnos sino que nos contó que era de esa zona, un pueblo turístico al lado del mar llamado Santa Rosa a unos treinta y pico de kilómetros al norte de Lima. Salimos y empezamos a recorrer la ruta en la que se observaba mucho movimiento de gente y vehículos. En uno de los pueblos estaban festejando una fiesta de las flores y en medio del tumulto con el que nos encontramos terminaron vendiéndonos un ramo para dejarnos seguir.
Yo había tratado en Córdoba de registrar algunos datos claves de lo que sucedió aquel fatídico 8 de mayo: como todos saben el aeropuerto de El Callao está cerca del mar en la ciudad de Lima. El avión había decolado de Antofagasta en Chile y venía volando sobre el mar. Pasó Lima, siguió hacia el norte y empezó a virar hacia tierra para volver en directo a la capital sobre la localidad de Santa Rosa en un trayecto que se efectuaría casi por completo sobre la playa. En ell lugar del accidente, según había leído en los diarios de la época, había una vecina cancha de golf, estaba a dos kilómetros de la policía del lugar y el avión había chocado “en Cerro Arenoso”, así escrito textualmente en los medios como si fuera un nombre propio. Paramos varias veces a indagar en distintos lugares del camino. Algunos, muy jóvenes no sabían nada del asunto, de los otros, más viejos, algunos recordaban algo, otros no querían comprometerse al desconocer el porqué de una búsqueda tan extraña, viniendo de Argentina, habiendo pasado tantos años, etc. Los que algo sabían contaron que hace años, un avión cayó, que se incendió y no recordaban nada más. Al llegar a Santa Rosa la cosa empezó a clarificarse. Nos aproximamos a la zona de playas y enseguida nos pusimos a buscar los links de golf sin ningún resultado concreto. “El golf estaba aquí” nos dijeron, ”pregunte al encargado de esa pista de karting”. El conductor del taxi, Marta y yo nos encaramos con esa persona una vez que salió de sus habitaciones y luego de contarle todas nuestras tribulaciones nos dijo:
- El que realmente sabe de ese asunto es mi padre y no estará por varios días, yo sólo sé que un avión cayó aquí hace muchos años, ardió toda la noche y al día siguiente vino el ejército y acordonó toda la zona porque la gente ya había empezado a dedicarse al pillaje, a robar las pertenencias de los infortunados pasajeros.
- ¿Conoce sobre la existencia de un club de golf por acá?
– En este mismo lugar en el que estamos parados había un club de golf en otro tiempo. Los prados de césped poco a poco fueron invadidos por la arena de la playa y esa lucha de todos los días, que no se detenía nunca, cansó a los propietarios hasta que decidieron que era mejor poner una pista de karting.
Me alegró escuchar del encargado lo que antecede porque parecía que íbamos en la dirección correcta. Insistí.
-¿Queda lejos de aquí la estación de policía del lugar?
- Está en esa dirección, a dos kilómetros de aquí…
Las respuestas seguían confirmando lo que yo había repasado en Córdoba.
- ¿Tiene idea de dónde cayó el avión?
El encargado de la pista giró sobre sí mismo, carraspeó y señalando hacia la playa cercana contestó sin titubear:
- Sí. El avión chocó con esos cerros arenosos que se ven allá.
Ahora la referencia no tenía la forma de un nombre propio. Era la simple descripción del más alto de una variada cantidad de montículos de arena que se elevaban cerca del mar.
Agradecimos y, movilizados, nos quedamos con Marta unos minutos mirando en silencio ese fatídico cerro arenoso. Como el taxista era tan metido y se había involucrado tanto con nosotros le pedí que tuviera la amabilidad de esperarnos a lo que accedió de inmediato comprendiendo el momento crítico, sentimentalmente hablando, que estábamos viviendo. Bajamos algunas de las flores del ramo que habíamos traído y que se encontraban descuidadamente diseminadas en la parte trasera del vehículo y nos dirigimos caminando por la espesa arena hacia el lugar del choque. Mientras íbamos caminando Marta se detuvo para alzar unas ramitas secas que encontró a su paso. Al llegar improvisó una cruz con ellas, la dejó en el suelo y empezó a rezar. Cuando terminamos nos quedamos ahí un buen rato en silencio, bajo el inclemente sol y el viento del Pacífico, acosados por recuerdos, añoranzas y nostalgias. Yo me sentía triste pero como aliviado por el desahogo, el relajamiento de una tensión mantenida casi inconscientemente durante tantos años. Me parecía, y me sigue pareciendo, que había cumplido una vieja deuda que tenía con mi hermano y en ese momento tuve la sensación de estar con toda mi familia a mi lado, a su lado, todos juntos como entonces; miré el cielo, marcado en ese momento por movedizas nubes, bajé la vista hacia la cruz que ya la arena y el viento empezaban a cubrir y a los pocos minutos ya estábamos con Marta regresando a Lima.

La carta de mamá a su hijo muerto

Después de mucho tiempo de que Pochito muriera un día Mamá, deambulando seguramente por su casa, entró a la pieza que había sido de mi hermano llevada seguramente por el impulso de encontrarse aunque sea virtualmente con él, mirando y acariciando sus cosas, todas ellas aún en el lugar en que las dejara. Otros años después, ya Mamá no estaba con nosotros, encontré unas hojas de cuaderno escritas por ella en ese lugar. Mi querida viejita había buscado un lápiz y siguiendo un irrefrenable impulso hubo de escribir con su letra simple estas sentidas palabras:

“Estoy aquí, en tu estancia, en tu pequeña pieza, llena de tus recuerdos, en donde pasaste las horas más hermosas y fecundas de tu adolescencia y de la esplendorosa y promisoria juventud. Te recuerdo en tu lecho en donde reposabas; en tu tablero donde tantas veladas trabajaste; en tu planero lleno de proyectos, de creaciones, de técnicas perfectas, de belleza; te recuerdo en tu bongó, en tu bombo santiagueño, en tu guitarra viajera como tú y de donde tantas armonías y canciones arrancabas de sus seis cuerdas ahora dormidas. Te recuerdo en el armario de tus libros lleno de tu espíritu, en el crucifijo de tu cabecera a quien tanto querías y en quien tenías una fe tan profunda. Te recuerdo en todo lo que te perteneció y que tanto cuidabas. Estés aquí o no, siempre te recuerdo y añoro aquellas pláticas llenas de enseñanzas que teníamos los dos… ¡Fuiste para mí un grande y dilecto amigo!
Tus manos… ¡oh, tus manos, hijo mío! Morenas, suaves, finas, de movimientos artísticos, manos creadoras… Te miraba cuando ejecutabas en tu guitarra aquellas canciones tuyas que tanto me gustaban y que tanto me elevaban haciéndome recordar algo que leí hace tiempo. Tus manos, yo no sé de qué han hecho tus manos, si acaso Dios las hizo con rayos de sol o si para hacerlas de su esencia pura, la fe, la dulzura de tu alma de niño fundió en un crisol. Yo no sé de qué han hecho tus manos ni me importa saber de qué son. Bástame saber que llenas de paz mis pensamientos, bástame saber que llenas de inmensa quietud mi corazón.
Estás en mí en la clara luz de los amaneceres y en las noches llenas de rumores y de estrellas. Estás en mí en el delirio de oro de los mediodías y en las luces violetas de los dulces ocasos. Estás en mí en los árboles en flor de las primaveras y en el olor a fruta madura de los buenos veranos. Estás en mí en los arabescos de oro de las hojas del otoño y en las brillantes escarchas de los secos inviernos. Estás en mí en las risas argentinas de mis nietos y en el fulgor de sus grandes ojos ¡que tanto se parecen a los tuyos! Estás en mí en todo lugar, estás en mis pensamientos, en mi pulso, en mi corazón y estarás siempre en todos los momentos de mi vida”